Entre las colaboraciones que cuenta el proyecto "Welcome to the garbage mountain", hay un texto de Clemente Bernad en el catálogo. Como sé que Clemente no es precisamente manco a la hora de escribir, le pedí unas lineas, lo que él quisiera poner. Además de un amigo, es una referencia fotográfica no solo para mi, hay muchos fotógrafos que admiramos su trabajo y la potencia de sus imágenes.
El título del texto es:
El algodón no engaña
Si pensamos en los grandes vertederos o basurales a cielo abierto es muy posible que nuestro recuerdo nos traslade a la invisible ciudad de Leonia, aquella que Italo Calvino imaginó ensimismada sustituyéndose cada día por otra nueva y generando tal cantidad de desperdicio que su volumen amenazaba con sepultar su propia existencia. Ese parece ser ahora el signo de los tiempos, el consumo de fugacidades, la reposición apresurada de todo aquello que nos acompaña, basada en la permanente insatisfacción que sentimos hacia lo que consumimos, confiando en las promesas apasionantes que se nos ofrecen y que jamás se cumplen. Pero el hiperconsumo no sólo genera nuevos deseos y hambres renovadas, sino que también produce cantidades ingentes de residuos que arrojamos allá donde no nos molesten, lejos de nuestras casas impolutas, de nuestras ciudades asépticas, de nuestros países orgullosos. Ninguna otra sociedad antes que esta había producido tal cantidad de basura y de una calidad tan nociva. La sociedad industrial lleva años generando residuos difícilmente reciclables al tiempo que el sistema expele a aquellos que considera sus miembros más prescindibles, los más desfavorecidos. Los grandes basurales son la evidencia del despilfarro feroz y de la riqueza implacable, porque en ellos arrojamos todo aquello que nos sobra, sean cosas o personas. Siempre hay un lugar donde levantar la alfombra y deslizar subrepticiamente lo indeseable, allá donde no nos reconocemos, donde nunca iremos a pasear los domingos con nuestros hijos y donde los GPSs jamás nos conducirán, porque son lugares que no existen para nosotros y que se sitúan justamente en la frontera del olvido.
Las fotografías ocuparon pronto un lugar entre las filas de la infantería de la memoria. Se ocupaban de gestionar con eficacia nuestro olvido, de triturar nuestros recuerdos, nuestras vivencias, los pasos que dimos y que jamás volverán. Somos olvidadizos por naturaleza y nuestra historia se construye con experiencias que quizás nunca existieron, con fantasmas que confunden los sueños que tuvimos con los residuos de aquello que a duras penas alcanzamos. Pero las fotografías apenas se ocupan de esos residuos, que se amontonan inéditos en los vertederos de nuestro pasado, de la misma manera que los grandes basurales del mundo acumulan los desperdicios de la actual sociedad del consumo. Y es precisamente ahí, en las fronteras de nuestras vidas donde comienza el territorio de lo documental. Ahí, porque lo documental se nutre de los paradigmas clásicos que ya parecen olvidados: dar cuenta de los hechos sin alharacas ni artificios. Ahí, justo donde más molesta y donde huele a mierda. Donde la vida no vale más que los desperdicios abandonados, donde no hay dioses ni patrias, y donde las banderas solo sirven para limpiar la mugre que lo cubre todo. Pero la sociedad del hiperconsumo produce basura en todos los ámbitos. Está la basura que inunda los vertederos, pero también existe la comida-basura, la tele-basura, los empleos-basura, la economía-basura, las ciudades-basura, la música-basura, la arquitectura-basura, el arte-basura…, en un listado sin fin incluso evitando –por no insultar- todos los pleonasmos que se nos puedan ocurrir. Y por supuesto también las fotografías-basura, el documentalismo-basura o el fotoperiodismo-basura, a los que tan acostumbrados estamos últimamente. Y de la misma forma que el mayordomo del anuncio hacía la prueba del algodón para comprobar la suciedad de las paredes, aquí también hay un algodón para saber si lo que se nos muestra es legal o es completamente ful. Lo malo es que hay que frotar aquí y allá repetidamente, porque los buenos discursos documentales no descansan en una sola pata y menos aún –como se suele pensar- si ésta tiene que ver con su cara más fácilmente consumible.
Las buenas miradas documentales se encuentran allá donde pueden servir para algo, donde su presencia es necesaria y urgente. Se empapan de lo que ven y lo muestran sin esfuerzo, casi sin querer. Miradas incómodas, molestas, combativas, violentas, descarnadas, sucias, agresivas; porque no tienen más remedio que ofrecer las caras menos amables de nuestras vidas, que ocuparse de las vidas depreciadas de las víctimas, que buscar allá donde ya no existe la dignidad humana…, para mostrarlo y quizás también para exhalar un suave aroma de insurrección. Son miradas capaces de resistir con flexibilidad los traqueteos del mercado y de los diversos usos a que se puedan ver sometidas. Y sobre todo son miradas que jamás descienden desde las cumbres exclusivas del poder, sino que crecen desde abajo, desde los estratos sociales más populares y necesitados. Las buenas miradas documentales huelen mal, saben mal y suenan mal, pero sin olvidar que a menudo la belleza y el horror caminan de la mano.
Si al contemplar las fotografías de Joseba hechas en esos infiernos sin nombre ni futuro diseminados por distintos rincones del planeta sentimos un ligero vahído y nos invade una sensación de incomodidad, de pudor, de rechazo e incluso de asco y de repugnancia, será porque la rotunda identidad de lo documental se abre paso sin pedir permiso. Como si pensamos en el artista brasileño Arthur Bispo do Rosario. Marino, boxeador, insurrecto, electricista, vigilante de seguridad, portero de hotel. En 1938 fue apresado e internado en un hospital psiquiátrico donde dijo recibir de Dios el encargo de realizar un inventario de su paso por la tierra, una especie de reconstrucción del universo mundo. Se dedicó a ello sin descanso durante cincuenta años, sin utilizar una sola de las herramientas o materias que los artistas suelen considerar imprescindibles: pinturas, brochas, pinceles, telas, cuadernos o lienzos. Sólo utilizó basura. Chatarras recogidas en las calles, despojos de hospitales, trapos usados, desperdicios. Hierros, sillas rotas, cucharas oxidadas, zapatos viejos, botellas sucias, palos, ropa usada, mantas, tazas roñosas, collares, ruedas, cristales rotos, escobas, balones pinchados, lamparitas, juguetes… Son el tiempo y el uso los que pasan por todos estos objetos y les otorgan vida. Del futuro nada se sabe. Lo que merece la pena es lo vivido, lo sufrido, lo viejo, lo pasado. La vida está llena de heridas y de basura. La materia de lo documental. Y es que el algodón no engaña.
2 comentarios:
zorionak lanarengatik, errealitate krudela eta isilarazia, erreflexiora behartzen gaituzte
ez dakit azteazkenean izango den baina hurbilduko gara gotorlekura.
Eskerrik asko Pello. Agertzen ez bazara kartela imprimatu katalogoa lortzeko.
Ongi izan.
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